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jueves, 2 de diciembre de 2010

LA INFLUENCIA DEL CARDENAL RATZINGER EN LA REVISIÓN DEL SISTEMA PENAL CANÓNICO

CIUDAD DEL VATICANO, 2 DIC 2010 (VIS).-Ofrecemos el artículo del obispo Juan Ignacio Arrieta, secretario del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, que la revista italiana “Civiltà Cattolica” publicará el próximo 4 de diciembre, con el título: “La influencia del Cardenal Ratzinger en la revisión del sistema penal canónico”.

En las próximas semanas, el Pontificio Consejo para los Textos Legislativos enviará a sus Miembros y Consultores un borrador con propuestas de reforma del Libro VI del Código de Derecho Canónico, que es la base del sistema penal de la Iglesia. Una Comisión de expertos en derecho penal ha trabajado durante casi dos años en la revisión del texto promulgado en 1983, a la luz de las necesidades que han surgido en los años posteriores. Se ha pretendido mantener la estructura general del texto y la numeración correspondiente de los cánones pero, al mismo tiempo, modificar claramente algunas opciones que se hicieron entonces y que después se han revelado como no del todo adecuadas.



La iniciativa –cuya realización definitiva deberá todavía esperar hasta que se hagan las necesarias consultas y se presente finalmente el texto a la aprobación del Supremo Legislador– surgió del encargo específico dado por Su Santidad Benedicto XVI al Presidente y al Secretario del Pontificio Consejo, en la primera Audiencia concedida a los nuevos Superiores del Dicasterio, en Castel Gandolfo, el 28 de septiembre de 2007. En el curso de dicho encuentro, y debido a los diversos problemas de orden técnico que surgieron espontáneamente en la conversación, resultó evidente que dicha disposición respondía a una convicción profunda del Pontífice, madurada a lo largo de muchos años de experiencia directa, así como a una preocupación por la integridad y la aplicación coherente de la disciplina dentro de la Iglesia; convicción y preocupación que –como se verá a continuación– han guiado los pasos del actual Pontífice desde el principio de su trabajo como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, a pesar de las dificultades objetivas debidas, entre otras cosas, a la concreta coyuntura legislativa en la que se encontraba la Iglesia en 1983, apenas promulgado el Código de Derecho Canónico.

Para valorarlo mejor recordamos algunos aspectos del cuadro legislativo que por entonces había quedado redefinido.

El sistema penal del Código de 1983

El sistema penal del Código de 1983 posee una estructura sustancialmente nueva con respecto al anterior Codex de 1917, y se enmarca en el contexto eclesiológico del Concilio Vaticano II. En cuanto al tema que nos ocupa, la disciplina penal se inspira en los criterios de subsidiariedad y “descentralización” (5° Principio Directivo para la Revisión del CIC aprobado por el Sínodo de los Obispos de 1967), conceptos usados para indicar la atención singular que se otorgaba al Derecho particular y, sobre todo, a la iniciativa de cada uno de los Obispos en el gobierno pastoral, siendo ellos, como enseña el Concilio (LG n. 27), Vicarios de Cristo en sus respectivas diócesis. En efecto, en la mayoría de los casos, el Código atribuye a los Ordinarios locales y a los Superiores religiosos el cometido de discernir la conveniencia de imponer sanciones penales, y el modo de aplicarlas en cada situación.

Sin embargo, otro elemento influyó aún más profundamente en el nuevo Derecho penal canónico: las formalidades jurídicas y los modelos de garantía que se establecieron para la aplicación de las penas canónicas (6° y 7° de los Principios Directivos para la Revisión del CIC). En sintonía con el enunciado de los derechos fundamentales de todos los bautizados, que apareció por primera vez en el Código, se adoptaron unos sistemas de protección y de tutela de dichos derechos, en parte tomados de la tradición canónica de la Iglesia, y en parte provenientes de otras experiencias jurídicas, que no siempre resultaban completamente acordes con la realidad de la Iglesia en todo el mundo. Las garantías son imprescindibles, sobre todo en el sistema penal; pero hace falta que sean equilibradas y, al mismo tiempo, permitan la tutela efectiva del interés común. La experiencia posterior ha demostrado que algunas de las técnicas establecidas en el Código para garantizar los derechos y asegurar su tutela, como exige la Justicia, no son imprescindibles, de modo que se podrían haber sustituido por otras garantías más en consonancia con la realidad eclesial; es más, dichas técnicas representaban en algunos casos un obstáculo objetivo, a veces insuperable por la escasez de medios, para la aplicación efectiva del sistema penal.

Por paradójico que resulte ahora una afirmación así, se podría decir que el Libro VI sobre las sanciones penales es, entre los Libros del Código, el que menos se “benefició” de las continuas variaciones normativas que caracterizaron el período postconciliar. En efecto, otros sectores de la disciplina canónica tuvieron la oportunidad durante aquel tiempo de confrontarse con la realidad concreta de la Iglesia a través de una variedad de normas ad experimentum, que permitieron evaluar posteriormente, cuando se redactaron las normas definitivas del Código, el resultado concreto, positivo o negativo. En cambio, el nuevo sistema penal, aun siendo “prácticamente nuevo” respeto del precedente, se vio privado de la “oportunidad” de confrontarse con una experiencia directa, por lo que tuvo que partir casi “de cero” en 1983. El número de delitos tipificados había quedado drásticamente reducido sólo a aquellos comportamientos de especial gravedad, y la imposición de las sanciones quedó encomendada a los criterios de valoración de cada Ordinario, inevitablemente diferentes.

Hay que añadir, además, que en este sector de la disciplina canónica se notaba particularmente –y todavía hoy puede percibirse– el influjo de un difundido anti-juridicismo que, entre otras cosas, se reflejaba en la dificultad “ficticia” de lograr compaginar las exigencias de la caridad pastoral con las de la justicia y el buen gobierno. En efecto, incluso la misma redacción de algunos cánones del Código contiene exhortaciones a la tolerancia que, a veces, podrían ser interpretadas incorrectamente como un intento de disuadir al Ordinario del empleo de las sanciones penales, en los casos en que fuese necesario por exigencias de justicia.
Estas observaciones, que ciertamente habría que matizar, aunque no es posible hacerlo aquí detenidamente, trazan a grandes líneas algunas directrices del sistema penal del Código vigente que, a su vez, se colocaba en el contexto general de otras muchas importantes innovaciones disciplinares y de gobierno promovidas por el Concilio Vaticano II, pero que “cristalizaron” sólo con la promulgación del Cuerpo codicial.


La petición de la Doctrina de la Fe (febrero de 1988)

En este contexto legislativo que he tratado de esbozar, supuso pues un evidente elemento de contraste una carta que, el 19 de febrero de 1988, escribió el Prefecto de la entonces Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, el Cardenal Joseph Ratzinger, al Presidente de la entonces denominada Pontificia Comisión para la Interpretación Auténtica del Código de Derecho Canónico. Se trata de un documento importante y único, en el que se ponen de relieve las consecuencias negativas para la Iglesia causadas por algunas opciones del sistema penal establecido apenas cinco años antes. Dicho escrito ha sido retomado durante los trabajos que está realizando en estos momentos el Pontificio Consejo para los Textos Legislativos para revisar el Libro VI del Código.

El motivo de la carta está bien delimitado. La Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe era por entonces competente para estudiar las peticiones de dispensa de las obligaciones sacerdotales asumidas con la ordenación. La concesión de dicha dispensa era un maternal gesto de gracia por parte de la Iglesia, después de haber examinado atentamente, por un lado, el conjunto de todas las circunstancias que concurrían en el caso concreto, y de haber ponderado, por otro, la objetiva gravedad de los compromisos que se habían asumido ante Dios y la Iglesia en la ordenación sacerdotal. Las circunstancias que motivaban algunas de estas peticiones de dispensa de estos compromisos, sin embargo, no eran en modo alguno meritorias de actos de gracia. El texto de la carta pone elocuentemente de relieve dicha problemática:

Eminencia, este Dicasterio, al examinar las peticiones de dispensa de los compromisos sacerdotales, encuentra casos de sacerdotes que, durante el ejercicio de su ministerio, se han hecho culpables de graves y escandalosos comportamientos, para los cuales el CJC, previo adecuado procedimiento, prevé la irrogación de sanciones concretas, sin excluir la reducción al estado laical.

A juicio de este Dicasterio, dichas medidas, por el bien de los fieles, deberían ser anteriores, en algunos casos, a la eventual concesión de la dispensa sacerdotal que, por su propia naturaleza, se configura como una ‘gracia’ en favor del orador. Sin embargo, dada la complejidad del procedimiento previsto a este propósito por el Código, es previsible que algunos Ordinarios encuentren muchas dificultades para realizarlo.

Agradeceré por tanto a Vuestra Eminencia Reverendísima si pudiera hacer conocer su estimado parecer sobre la eventual posibilidad de prever, en casos determinados, un procedimiento más rápido y simplificado.

La carta refleja, ante todo, la repugnancia natural del sistema de la Justicia para conceder como “acto de gracia” (dispensa de las obligaciones sacerdotales) algo que, en cambio, es necesario imponer como castigo (dimisión ex poena del estado clerical). En efecto, en ocasiones, queriendo eludir las “complicaciones técnicas” de los procedimientos establecidos en el Código para castigar conductas delictivas, se recurría a que el culpable pidiera “voluntariamente” abandonar el ministerio sacerdotal. De esta manera, se llegaba, por así decirlo, al mismo resultado “práctico”, es decir, a la expulsión del sujeto del estado clerical –si ésa era la sanción penal prevista–, evitando al mismo tiempo “engorrosos” procedimientos jurídicos. Era un modo “pastoral” de proceder, como solía decirse en estos casos, al margen de lo que preveía el derecho. Pero actuando de este modo, se renunciaba también a la Justicia y, como señaló el Cardenal Ratzinger, se dejaba injustamente de lado “el bien de los fieles”. Ése era el motivo central de la petición, y también la razón por la que se hacía necesario dar prioridad, en estos casos, a la imposición de justas sanciones penales mediante procedimientos más rápidos y sencillos que los previstos en el Código de Derecho Canónico.

Hay que tener en cuenta, además, que aunque el Código reconocía la existencia de una jurisdicción específica de la Congregación para la Doctrina de la Fe en materia penal (CIC, can. 1362 § 1, 1°), incluso fuera de los casos de evidente carácter doctrinal –en delitos de herejía, por ejemplo, así como los delitos más graves en relación al sacramento de la Penitencia, como el delito de la solicitación–, no era en cambio evidente en el contexto normativo de entonces qué otros delitos concretos pudiesen estar comprendidos en las competencias penales del Dicasterio. Por otro lado, el canon 6 del Código había abrogado expresamente cualquier otra ley penal anterior: “Desde la entrada en vigor de este Código, se abrogan… cualesquiera leyes penales, universales o particulares, promulgadas por la Sede Apostólica, a no ser que se reciban en este mismo Código”; y, además, las normas de la Constitución apostólica Regimini Ecclesiae universae, de 1967, que fijaban las competencias de los Dicasterios de la Curia romana, se limitaban a encomendar a la Congregación la tarea de "tutelar la doctrina de la fe y costumbres en todo el orbe católico" (art. 29).

La carta del Prefecto de la Congregación presupone, por tanto, que la responsabilidad jurídica en materia penal recaía sobre los Ordinarios o los Superiores religiosos, como resulta de la literalidad del Código.


La respuesta de la Pontificia Comisión para la Interpretación (marzo de 1988)

Al cabo de tres semanas llegó la respuesta de la entonces Pontificia Comisión, con carta del 10 de marzo de 1988. La rapidez y el contenido de la misma se explican por la peculiaridad legislativa del momento: había apenas concluido el esfuerzo codificador que durante décadas había ocupado a la Comisión y, de hecho, se estaba todavía realizando la adecuación a la nueva disciplina codicial de las otras normas del derecho universal y particular, además de las propias de otras instituciones de gobierno de la Iglesia. La respuesta mostraba, ciertamente, que se compartían las motivaciones aducidas y la conveniencia de anteponer las sanciones penales a cualquier concesión de gracias; inevitablemente, sin embargo, en la respuesta se confirmaba también la necesidad prioritaria de atenerse debidamente a las normas del Código apenas promulgado por parte de quienes tenían autoridad y poder jurídico para hacerlo.

El texto que el entonces Presidente de la Pontificia Comisión envió al Cardenal Prefecto de la Doctrina de la Fe es también testimonio de la situación del momento: Entiendo bien la preocupación de Vuestra Eminencia de que los correspondientes Ordinarios no hayan ejercido antes su potestad judicial para castigar adecuadamente, también como tutela del bien común de los fieles, dichos delitos. Sin embargo, el problema no parece ser de procedimiento jurídico sino del ejercicio responsable de la función de gobierno.

En el Código vigente han sido determinados claramente los delitos que pueden comportar la pérdida del estado clerical: éstos han sido configurados en los cann. 1364 § 1, 1367, 1370, 1387, 1394 y 1395. Al mismo tiempo, se ha simplificado mucho el procedimiento respecto a las precedentes normas del CIC 1917, haciéndolo más rápido y sencillo, también con la finalidad de impulsar a los Ordinarios al ejercicio de su autoridad, mediante el necesario juicio de los culpables "ad normam iuris" y la aplicación de las sanciones previstas.

Tratar de simplificar ulteriormente el procedimiento judicial para infligir o declarar sanciones tan graves como la dimisión del estado clerical, o bien cambiar la actual norma del 1342 § 2, que prohíbe proceder en estos casos mediante decreto administrativo extrajudicial (cfr. can. 1720), no parece en absoluto conveniente. En efecto, por un lado se pondría en peligro el derecho fundamental a la defensa –en causas que conciernen al estado de la persona–, mientras que, por otro, se favorecería la deplorable tendencia –quizás por falta del debido conocimiento o estima por el derecho– a un equívoco gobierno, denominado "pastoral", que en el fondo no es pastoral, porque lleva a descuidar el debido ejercicio de la autoridad, dañando el bien común de los fieles.

También en otros períodos difíciles de la vida de la Iglesia, de confusión de las conciencias y de relajamiento de la disciplina eclesiástica, los sagrados Pastores no han dejado de ejercer su potestad judicial, para tutelar el bien supremo de la "salus animarum".

La carta añade luego un excursus sobre el debate que, durante los trabajos de revisión del Código, se llevó a cabo antes de decidir que no se incluyera en el mismo la así llamada dimisión “ex officio” del estado clerical. Se pensó, en efecto, que las causas que habrían podido justificar dicho procedimiento “ex officio” habían sido casi todas tipificadas entre los delitos para los que estaba prevista la dimisión del estado clerical (cfr. Communicationes 14 [1982] 85), hasta el punto de que, por este mismo motivo, tampoco las nuevas Normas para la dispensa del celibato sacerdotal, del 14 de octubre de 1980 (AAS 72 [1980] 1136-1137), aludían a este procedimiento, contemplado, en cambio, en las anteriores Normas de 1971 (AAS 63 [1971] 303 – 308).

Teniendo en cuenta todo esto –concluía la respuesta–, esta Pontificia Comisión opina que se debe insistir oportunamente ante los Obispos (cfr. can. 1389) para que, cada vez que sea necesario, no dejen de ejercer su potestad judicial y coactiva, en lugar de enviar a la Santa Sede las peticiones de dispensa.
Aun compartiendo la exigencia de fondo de tutelar “el bien común de los fieles”, de hecho, la Pontificia Comisión creyó arriesgado renunciar a algunas garantías concretas en vez de exhortar en cambio, a quien tenía la responsabilidad, para que aplicara las disposiciones del derecho.
El intercambio de cartas entre los Dicasterios concluyó, por entonces, con una respuesta cortés del Prefecto de la Congregación al Presidente de la Pontificia Comisión, del 14 de mayo siguiente:

Deseo comunicarle que ha llegado a este Dicasterio su estimado voto acerca de la posibilidad de prever un procedimiento más rápido y simplificado que el actual para la irrogación de eventuales sanciones por parte de los competentes Ordinarios, respecto de aquellos sacerdotes que sean culpables de graves y escandalosos comportamientos. Al respeto, deseo asegurar a Vuestra Eminencia Reverendísima que cuanto ha expuesto será tenido atentamente en consideración por parte de esta Congregación.


La Pastor Bonus extiende las competencias de la Congregación (junio de 1988)

La cuestión parecía formalmente concluida, pero el problema no se había resuelto. De hecho, la primera señal importante de cambio de situación llegó, por una vía bien distinta, justo un mes después, con la promulgación de la Constitución apostólica Pastor Bonus que modificó la organización de la Curia Romana que la Regimini Ecclesiae universae había establecido en 1967, reordenando las competencias de cada uno de los Dicasterios. El art. 52 de esta norma pontificia, que hoy en día continúa en vigor, establece de modo claro la jurisdicción penal exclusiva de la Congregación para la Doctrina de la Fe, no sólo respecto de los delitos contra la fe o en la celebración de los sacramentos, sino también respecto de los “delitos más graves cometidos contra la moral”.

La Congregación para la Doctrina de la fe “examina los delitos cometidos contra la fe y también los delitos más graves cometidos contra la moral o en la celebración de los sacramentos, que le sean denunciados y, en caso necesario, procede a declarar o imponer sanciones canónicas a tenor del derecho, tanto común como propio” (Pastor Bonus, art. 52).

Este texto, evidentemente propuesto por la Congregación presidida por el Cardenal Ratzinger en función de la propia experiencia, está directamente relacionado con cuanto estamos viendo, y resulta aún más significativo si se tiene en cuenta el hecho de que el “borrador” de la ley –el Schema Legis Peculiaris de Curia Romana, preparado tres años antes– se había limitado prácticamente a reproducir la formulación de las competencias asignadas a ese Dicasterio en 1967 por la Regimini, diciendo únicamente que la Congregación “delicta contra fidem cognoscit, atque ubi opus fuerit ad canonicas sanctiones declarandas aut irrogandas, ad normam iuris procedit” (Schema Legis Peculiaris de Curia Romana, art. 36, Typis Polyglottis Vaticanis 1985, p. 35).

Así, pues, y con respecto a la situación anterior, el cambio de la Constitución apostólica Pastor Bonus es evidentemente relevante, sobre todo si se tiene en cuenta que esta vez se llevaba a cabo en el contexto normativo del Código de 1983 y, con referencia a los delitos en él definidos, además del “derecho propio” de dicha Congregación. Por consiguiente, en un contexto normativo presidido por los mencionados criterios de “subsidiariedad” y “descentralización”, la Constitución apostólica Pastor Bonus realizaba ahora un acto jurídico por el que se “reservaba” a la Santa Sede (cfr. CIC can. 381 § 1) toda una categoría de delitos, que el Sumo Pontífice confiaba a la jurisdicción exclusiva de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Difícilmente se hubiera realizado una opción de este tipo, que determinaba mejor las competencias de la Congregación y modificaba el criterio del Código sobre quién debía aplicar estas penas canónicas, si el sistema en su conjunto hubiese funcionado de forma adecuada.
De todos modos, la mencionada norma resultaba todavía insuficiente desde el punto de vista operativo. Elementales exigencias de seguridad jurídica imponían, en efecto, la necesidad de identificar primero cuáles eran en concreto los “delitos más graves” cometidos tanto contra la moral como en la celebración de los sacramentos, que la Pastor Bonus confiaba a la Congregación sustrayéndolos a la jurisdicción de los Ordinarios.


Dos intervenciones sucesivas de singular relieve

Los episodios ilustrados hasta ahora se refieren, como hemos visto, a un breve período de tiempo: algunos meses de la primera mitad del año 1988. En términos generales, en los años sucesivos se trató de hacer frente a las situaciones que iban apareciendo en el ámbito penal de la Iglesia con los criterios generales del Código de 1983, sustancialmente recogidos en la carta de la Pontificia Comisión para la Interpretación del Código de Derecho Canónico. Se buscó, de hecho, alentar la intervención de los Ordinarios locales, en ocasiones tratando de facilitar los procedimientos, o también a través de un derecho especial, en diálogo sobre todo con las Conferencias Episcopales más interesadas. Después, a lo largo de los años noventa, se han realizado numerosas reuniones y proyectos sobre este tema, implicando a diversos Dicasterios de la Curia romana, como puede fácilmente documentarse.

Sin embargo, la experiencia que seguía poniéndose de manifiesto confirmaba la insuficiencia de todas estas soluciones y la necesidad de adoptar otras de mayor envergadura y a un nivel diferente. De modo particular, dos de ellas han modificado de manera significativa el cuadro del Derecho penal canónico sobre el que ha estado trabajando en estos últimos meses el Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, y ambas medidas tuvieron como protagonista central al actual Pontífice, en perfecta continuidad con las preocupaciones que había manifestado en la carta de 1988, a la que nos hemos referido más arriba.

La primera de estas iniciativas, de sobra conocida, fue la preparación, en el último periodo de los años noventa, de las Normas sobre los denominados delicta graviora. Esas Normas dieron efectividad al art. 52 de la Constitución apostólica Pastor Bonus al indicar en concreto cuáles eran los delitos contra la moral y los cometidos en la celebración de los sacramentos que había que considerar como “particularmente graves” y, por tanto, de la exclusiva competencia de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

Dichas Normas, promulgadas finalmente en el año 2001, siguen necesariamente una “tendencia contraria” a los criterios previstos por el Código para la aplicación de las sanciones penales, y por ello en muchos ambientes fueron tildadas de Normas “centralizadoras” cuando, en realidad, respondían a un concreto deber de “suplencia” dirigido, en primer término, a resolver un serio problema eclesial de operatividad del sistema penal y, en segundo lugar, a asegurar un tratamiento uniforme de este tipo de causas en toda la Iglesia. A este respecto, la Congregación tuvo que preparar, antes que nada, las correspondientes normas internas de procedimiento y, al mismo tiempo, reorganizar el Dicasterio para que la actividad judicial estuviera en todo conforme a las reglas procesales establecidas por el Código.

Por otro lado, en los años posteriores al 2001, y sobre la base de la experiencia jurídica que se iba adquiriendo, el entonces Prefecto de la Congregación recibió del Santo Padre nuevas facultades y dispensas para afrontar las diversas situaciones, llegando incluso a la definición de nuevos casos penales. Se llegó en tanto a la convicción de que la “gracia” de la dispensa de las obligaciones sacerdotales y la consiguiente reducción al estado laical de los clérigos reos confesos de delitos muy graves era también una gracia concedida pro bono Ecclesiae. Por eso mismo, en algunos casos particularmente graves, la Congregación no dudó en pedir al Sumo Pontífice el decreto de dimisión del estado clerical ex officio contra los clérigos que se habían manchado con crímenes abominables. Estas sucesivas adecuaciones han sido recogidas ahora en las Normas sobre los delicta graviora publicadas por la Congregación el pasado mes de julio.

Hay, además, otra iniciativa del actual Pontífice, mucho menos conocida, a la que querría referirme brevemente, porque en el momento presente ha contribuido de manera decisiva a modificar el panorama de la aplicación del Derecho penal en la Iglesia. Se trata de su intervención, en calidad de Miembro de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, en la preparación de las “facultades especiales” concedidas por el Papa a esta Congregación para afrontar, también en vía de obligada “suplencia”, otro género de problemas disciplinares en los lugares de misión.
Se puede entender fácilmente, en efecto, que, a causa de la escasez de medios de todo tipo, en las circunscripciones de misión que dependen de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, y que aproximadamente representan la mitad del orbe católico, los obstáculos para aplicar el sistema penal del Código se constaten de modo particular.

Por este motivo, en la Reunión Plenaria de febrero de 1997, dicha Congregación decidió solicitar al Santo Padre “facultades especiales” que le permitieran intervenir por vía administrativa en determinadas situaciones penales, al margen de las disposiciones generales del Código; de aquella Plenaria fue Relator el entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Como es bien sabido, aquellas “facultades” fueron actualizadas y ampliadas en el año 2008, y otras de naturaleza análoga, si bien más adecuadas a sus necesidades particulares, fueron después concedidas también a la Congregación para el Clero.

No parece necesario añadir nada más. En las sedes apropiadas se han publicado ya estudios que ilustran suficientemente las variaciones que se han dado en el Derecho penal de la Iglesia con todas estas iniciativas. La experiencia dirá en qué medida las modificaciones que se trata ahora de aportar al Libro VI del Código conseguirán reequilibrar la situación. Ahora, sin embargo, deseaba sobre todo poner de relieve el papel determinante que, en este proceso de más de veinte años de renovación de la disciplina penal, ha desempeñado la decidida actuación del actual Pontífice, hasta el punto de representar sin duda alguna, junto a tantas otras iniciativas concretas, una de las “constantes” que ha caracterizado la acción de Joseph Ratzinger.
…/ VIS 20101202 (4200)

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